Fue uno de los militares españoles más sobresalientes de su época. En 1934, con 30 años, ocupó Sidi Ifni cumpliendo órdenes del Gobierno de la República. Más tarde cumpliría su gran sueño: fundar una verdadera ciudad en El Aaiún, adonde llegó con el objetivo de compartirla con los saharauis, a quienes consideraba sus legítimos habitantes. Entre sus grandes amigos se encontraba el venerado Sultán Azul.
Por Francisco López Barrios
Para el capitán De Oro el viaje había sido largo y, como en otras ocasiones, fatigoso. Si hubiera podido conocer el futuro, se hubiese contemplado, a él y a sus compañeros, como a los protagonistas de una película de aventuras en el desierto. El viejo Ford de ocho cilindros era el típico vehículo que habría hecho las delicias de Indiana Jones o del galán de una cinta como El paciente inglés. Además, curiosamente, el desierto y el mar son dos espacios románticos por naturaleza, cada uno en su estilo, pero los dos con algo en común: el desplazamiento de las olas o las dunas, impulsadas por el viento, como grandes y mudas oraciones a un Dios lejano.
Se sentía inquieto. Desde luego, no era hombre dado a visiones románticas de la existencia. Por lo menos en las formas más superficiales del romanticismo. Y tenía motivos para no serlo. Herido dos veces de gravedad en las campañas de África, recién salido de la Academia Militar de Zaragoza, cuando apenas contaba con algo más de 20 años, conoció muy pronto la dureza de la vida militar. Y aprendió que en la guerra, en aquella guerra de francotiradores y de enemigos que jugaban a favor del terreno, que aparecían y desaparecían como relámpagos sin trueno, había poco espacio para el romanticismo o, al menos, para el romanticismo como versión edulcorada de la realidad.
Él, a quien muchos todavía conocían como el capitán De Oro, el mítico capitán De Oro que en 1934 había ocupado Sidi Ifni a las órdenes del coronel Capaz, obedeciendo instrucciones del Gobierno de la República, se sabía inquieto y conocía los motivos de su inquietud.
Hubiera discutido con Bertolucci, si hubiese llegado vivo hasta nuestros días, si la enfermedad y la muerte no le hubieran estado aguardando en silencio en una cita trágica e inevitable. Nada de El cielo protector, nada de majaderías por muy basada en textos de Paul Bowles que estuviera la película del italiano.
En el Sáhara el cielo no es protector. El cielo es el enemigo. El cielo es el destructor. ¿El cielo o el sol? Los dos. El cielo, y el sol que todo lo abrasa y todo lo destruye. Eso es, ahí está el miedo, ahí está el motivo de la inquietud del capitán De Oro.
Porque hace años que acaricia la idea. Y ahora piensa que ha llegado el momento de darle consistencia. Hace años que sueña con crear una ciudad de nuevo cuño, una capital para estos territorios en la que sus habitantes encuentren acomodo y remedio frente a los sinsabores de la existencia nómada. Un lugar donde los niños puedan ir a la escuela y los viejos sentarse a las puertas de sus casas cuando la noche hace llegar la brisa marina y el descanso, por fin, se hace posible.
Pero es difícil crear ciudades en el desierto. El calor lo arruina todo. Antonio de Oro no puede olvidar el fracaso del Chej Ma el Ainin, que intentó acomodarse a una vida sedentaria y mandó construir, en el margen del Uadi Uain Seluán, viviendas e instalaciones religiosas. Una especie de complejo, como diríamos hoy, con fortaleza/residencia y mezquita incluida. Sin embargo, y pese al prestigio de Ma el Ainin, al margen de un reducido grupo de sus seguidores, nadie se mostró interesado en seguir su ejemplo.
Es verdad que las caravanas de comerciantes le hacían regalos de sal, telas y comida al pasar por Esmara, que éste es el nombre que le dio a su proyecto de ciudad. Pero también es cierto que algunos años después, por diferentes motivos incluido su enfrentamiento con los franceses, tuvo que abandonar su propósito y encaminarse hacia las tierras más feraces de Tizniz, en las últimas estribaciones del Anti-Atlas, donde murió y fue enterrado en 1911.
El capitán De Oro se sabía minúsculo frente al silencio y la inmensidad sahariana. Dudaba de la conveniencia de sus intenciones, del sentido de las mismas. Su experiencia en el desierto y su “instinto africano” –que le había hecho dominar el árabe y el hasanía y comportarse como uno más de los habitantes del Sáhara– le recomendaban extremar las precauciones sin dejarse llevar por un voluntarismo ajeno al sentido práctico de las cosas. Pero, al mismo tiempo, en lo más íntimo de su corazón, se consideraba, casi sin darse cuenta, como un saharaui más, un amante de aquella tierra descarnada en la que tanto había por hacer.
En realidad, pensó, no era necesario darle muchas vueltas al asunto. En aquel lugar, en el mismo sitio donde había montado su jaima, habían acampado en ocasiones miembros de la tribu de los Izarguien. En aquel enclave de la baja Saguía, poco antes de la faja de dunas que la cruza y la aparta del mar, conocido por los saharauis como Aaiún Medlech, aparecían indicios de una vida lejana y seminómada, probablemente a cargo de miembros de la cabila de los Ulad Besbaá, que llegaron a dominar temporalmente el desierto gracias a las armas de retrocarga que les proporcionaban los comerciantes europeos de Dakar.
No había que darle tantas vueltas a las cosas. Era mejor actuar con decisión y eficacia. Ahora se trataba de dormir, reparar fuerzas y volver lo antes posible con los medios necesarios para poner en marcha su proyecto.
El nacimiento de la ciudad. Después, todo fue rápido. Se proyectó pasar una pista en dirección norte-sur que atravesara el Sáhara, para unir Cabo Juby con Villa Cisneros. El capitán De Oro, que alcanzó en aquellos destinos africanos el grado de teniente coronel, se puso al frente de la nueva expedición acompañado de varios oficiales y zapadores y, tras dar orden de voladura de diversos obstáculos rocosos, estableció en el borde sur de la Saguía un destacamento de policía territorial. Poca cosa: tres pequeñas casas de piedra y barro, techadas con palos de taraje de la Saguía y un poblado de jaimas.
El resto es historia conocida. El comandante Galo Bullón, uno de los mejores amigos y colaboradores de Antonio de Oro, dejó constancia escrita de la fundación de El Aaiún (a finales de 1938), en los siguientes términos: “La clara visión de los asuntos saharianos del teniente coronel De Oro, primer jefe bajo quien estuvo el gobierno de los territorios de Ifni y del Sáhara, hizo que se designase El Aaiún para algo más que un lugar de paso hacia el sur o un destacamento de tropas de policía”.
Se le dio ayuda a los nómadas establecidos para que no tuviesen la necesidad de abandonar el lugar en busca de nuevas zonas de pastoreo, con la consiguiente dejación de los incipientes cultivos. Se realizaron trabajos de alumbramiento de aguas y surgieron manantiales de agua dulce en la orilla sur y de aguas salobres en la orilla norte. Se llevaron arados, se roturaron tierras, se inició una granja avícola y se plantaron los primeros frutales.
La tierra se mostró generosa. El agua, prácticamente inagotable, procede de filtraciones de lluvia en una grandísima extensión, que se filtra desde la capa superficial hasta la capa impermeable, quedando allí a modo de manta subterránea, sin evaporarse, y saliendo al exterior por los manantiales abiertos por la mano del hombre.
El lugar hizo honor al nombre, Aaiún, las fuentes, lugar de manantiales; así debió haber sido en tiempos pretéritos, a juzgar por los restos de palmeras que aparecen al roturar parcelas junto a la Saguía.
Muy pronto, en fin, se establecieron almacenes de sociedades al por mayor, se creó como consecuencia un barrio comercial y la pequeña granja avícola inicial se transformó en una granja de experimentación que servía para impartir clases de agricultura y ganadería modernas, puesto que contaba con gallinas, vacas y porquerizas. Se pusieron en marcha varias escuelas españolas, una Escuela de Artes y Oficios, y se construyó un hospital… Y todo esto sólo seis años después de la ocupación de El Aaiún por Antonio de Oro.
También, para impulsar la incipiente sedentarización, se designó El Aaiún como campamento principal de nuestras fuerzas y sede del Gobierno de una parte del territorio. Así, se establecieron las bases administrativas que iban a requerir muy pronto la presencia de funcionarios y se atendieron las peticiones de los indígenas que se decantaban por las viviendas estables frente sus jaimas tradicionales.
A conciencia. Se realizaron planes de urbanismo, diseñando varios modelos de vivienda cuya construcción pudiera llevarse a cabo por los propios saharauis. Se construyeron cuatro hornos de cal que funcionaban sin interrupción y se buscaron las mejores piedras de los alrededores, excluyendo las salitrosas para que las paredes no rezumaran salitre, al tiempo que se traían de Canarias las maderas necesarias para la construcción de puertas y ventanas y se ofrecían contratos interesantes a maestros albañiles, los cuales podrían enseñar el oficio a los naturales del país.
Aún alcanzó Antonio de Oro, gobernador de los territorios del África Occidental Española desde 1938, a ver los resultados parciales de su labor. Pudo contemplar con sus ojos cómo cada día era mayor el número de saharauis urbanos, propietarios de sus viviendas, buenos cultivadores de pequeños huertos familiares, incipientes comerciantes con mercancías que llegaban de Canarias o de Cabo Juby, e incluso arrendadores de algunas viviendas de su propiedad destinadas a tal fin.
A él, aquellos resultados le llenaban de orgullo. Tanto que empezó a sospechar que la capitalidad de El Aaiún iría para largo, que resistiría los embates del tiempo y la desidia y que, dado el creciente número de habitantes que poblaban sus calles, sería útil para la vida de aquellos seres humanos con cuyos problemas y necesidades se identificaba sin esfuerzo.
El desierto, que había recorrido tantas veces a lomos de camello, vestido con burnús o derraha y tapando sus facciones con el largo turbante saharaui, se rendía a sus proyectos. Era un Lawrence de Arabia español cuando en España apenas se sabía quién era el oficial inglés que organizó a los árabes en su rebelión contra el Imperio otomano.
Un genuino hombre de las dunas para quien el mayor placer consistía en compartir la inmensidad del desierto con sus legítimos y primeros habitantes. Compartir el agua de los oasis, el frío de las noches, el primer calor del amanecer.
Recordaba sus conversaciones en Esmara con el Sultán Azul, al que le unía una gran amistad y que al principio puso en duda la viabilidad de sus intenciones. Y se sabía hermano de los hombres azules, de los hijos de las nubes, como se llamaban a sí mismos los habitantes del territorio por su continuo deambular en pos del agua dulce.
Escribía a diario con su máquina de caracteres árabes, perfeccionaba sus conocimientos de hasanía, el árabe dialectal común entre los habitantes del desierto y, fruto de sus conocimientos, llegó a publicar un libro sobre las diferencias entre el hasanía y el árabe que se habla en Marruecos, una gramática, vamos, en la que se trasluce la pasión de un autor enamorado de la cultura saharaui.
Hasta que, de pronto, el día 28 de diciembre de 1940, le llegó el momento de cumplir con la cita indeseada. Y el Lawrence de Arabia español, el joven oficial que dedicó su vida a África, encontró la muerte en Tetuán víctima de una repentina y letal septicemia [proceso infeccioso a través de la sangre] que un par de años más tarde hubiera podido curarse con la simple administración de antibióticos.
Pero allí y entonces todo acabó para él. Todo se volatilizó como si del sueño más ligero se hubiera tratado. Como si todos los esfuerzos hubieran sido la sombra de un viento errabundo y absurdo. Aunque los niños de El Aaiún, ajenos a la tragedia, hicieran aquel día sombrío, con sus risas y sus juegos por las calles de la ciudad, el mejor homenaje a su memoria.